Jesús murió por ti para que tengas vida eterna (Juan 1:12). Dios creó al hombre perfecto, a su imagen y semejanza (Gén. 1:27; 2:7; 15-17). Pero Dios requirió una cosa: obediencia perfecta. Lamentablemente, los humanos desobedecieron a Dios y recibieron la paga del pecado, que es muerte (Romanos 6:23). Y tú y yo heredamos esta condición de muerte (Gén. 3:17-19; 5:3).
Pero el Señor en su infinita misericordia preparó un camino de salvación. “Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna” (Juan 3:16). La expresión suprema del amor divino es el don del Padre de su propio Hijo, por quien se hace posible que todos sean “llamados hijos de Dios” (1 Juan 3:1). “Mirad cuál amor nos ha dado el Padre, para que seamos llamados hijos de Dios” (1 Juan 3:1).
El amor es genuino sólo cuando está en acción. El amor de Dios por los pecadores lo llevó a dar todo lo que tenía para su salvación (Romanos 5:8). Es la esencia del amor sacrificarse por los demás; el egoísmo es la antítesis del amor. “Nadie tiene mayor amor que este, que uno ponga su vida por sus amigos” (Juan 15:13).
No hay nadie a quien Dios rechace los beneficios de la gracia salvadora. Sin embargo, hay una condición: creer en Jesús y cooperar de buena gana con él. Es la bondad de Dios la que lleva a los hombres al arrepentimiento (Romanos 2:4). Es Su amor que derrite los corazones endurecidos, trae de vuelta a los perdidos y convierte a los pecadores en santos.
A través del sacrificio de nuestro Señor Jesucristo, las cadenas del pecado fueron rotas. Jesús abrió las puertas de la prisión de la muerte y liberó a todos los cautivos que anhelaban la libertad (Romanos 8:19). Toda la raza humana puede ser liberada de la pena de muerte por la obediencia del único hombre perfecto: Jesucristo. En la cruz se cumplen la justicia y la misericordia de Dios (Romanos 5:14-19; 1 Timoteo 2:3-6).
En Su servicio,
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